jueves, marzo 17, 2005

Rincón del visitante (3)


Nombre: Oliverio Pelayo Mazas
Edad: 16 años.
Ocupación: Pasar las horas muertas contemplando el contenido de sus granos por el microscópio
Aficiones: Observar con intensidad y fascinación todo lo que le rodea. Practicarse cortes de pelo con la tijera del pescado.
Tamaño de la carpeta porno de su ordenador: 34.234.674.225 bytes, el 45,2% de ellos fotos con ponys.
Opinión: "Mis labios son como los de Mr Potato"

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domingo, marzo 13, 2005

Ahora eres un hombre (3)

III

Y hasta aquí hemos llegado. O habíamos llegado.
En el lugar donde debería haber habido una rotonda, un parque y edificios de oficinas, había un descampado, un poblado chabolista y, por lo que parecía, varios coches ardiendo.
En un salón, la llama de una vela tililante mostraba temblorosamente la figura de un hombre en albornoz que acariciaba un gato. El hombre reía, era una risa antigua.
No sabía donde estaba, el autobús se había largado aprovechando mi momento de pasmo, y yo estaba de pie, plantado ante la pesadilla de un harpaxofóbico. Reparé en el hecho de que habían reparado en mí. A lo lejos, junto a una pila de neumáticos que ardían, unos politoxicómanos con pinta de refugiados de Darfur envueltos en chándal volvieron la cabeza hacia mí un par de veces, y decidieron acercarse.
-¿Qué estás buscando?,- preguntó uno.
- Paganini, ¿has escuchado a Paganini?,- preguntó el otro.
A la primera pregunta no respondí, a la segunda sí, aunque solo para ganar tiempo mientras me pensaba que responder a la primera.
- Paganini, claro, muy buenos sus caprichos para guitarra. En especial el segundo.
- Lo que yo decía, ¿ves, como yo tenía razón?,- dijo el yonki melómano dando un empujón violento al otro.
- Pero no es mejor que Rachmaninov,- se defendió.
- ¿Quién?
- Coño, Rachmaninov.
- De ese sólo he escuchado el concierto nº3.
- ¿Y qué?
- Hmm, me sigue gustando más Paganini,- dije.
- ¡Lo que yo decía, yonki de mierda, tirao, eres un tirao! Rachmaninov a su puta casa, a tomar por culo. Te crees que por escuchar Rachmaninov es como si tuvieras a Cristo agarrao de los cojones, ¡y una mierda! ¡Hijoputa, cabrón!
Se pusieron a golpearse, cayendo al suelo entre nubes de humo, así que aproveché para irme.
¿Pero a donde? ¿Hacia donde? ¿Qué habría hecho David Hume en mi lugar? Y lo que es más importante, ¿por qué coño estaba pensando en Hume en ese momento? Me palpé la frente, pero no había signos de calentura. Al final decidí empezar a andar de vuelta hacia la ciudad, siguiendo la carretera por donde había venido.
Curioso la buena pinta que tiene un plan sobre el papel.
Allí no había carretera, ni parecía haberla habido nunca, ni se veía la ciudad a lo lejos. Tan solo tierra desolada, baldía, barrida por el viento. Completamente superado, me di la vuelta y en lugar de ver a los dos personajes que se peleaban justo hacía un momento, vi a dos gatos de color naranja, grandes y gordos, que me miraban con curiosidad, sentados sobre sus patas traseras. No había nada más salvo el yermo y áspero desierto. Una columna de arena pasó entre medio de nosotros de forma teatral.
- ¿Dónde estoy?,- pensé, o dije, no me acuerdo.
No contestó ninguno de los dos gatos, lo cual fue un alivio. Aunque no se podía decir que estuviera en la mejor situación posible. A decir verdad, ni siquiera sabía en qué clase de situación me encontraba. Solo, en medio de un desierto, con la única compañía de dos gatos rechonchos, uno de los cuales estaba lamiéndose el culo en ese momento, y con la absoluta certeza de que la cosa no iba a ponerse más fácil de repente.

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Ahora eres un hombre (2)

II

Hacía un tiempo veraniego, casi de agosto, a pesar de que estaba entrado octubre. Pensé en eso que había leído en nosequé revista sobre el calentamiento global. Al parecer, los cinco años más calurosos de los últimos cien años habían sido los cinco años anteriores al actual, que estaba haciendo méritos para figurar en el hall of fame. Y lo que seguía no era más halagüeño, ya que posiblemente el calor nos haría buscar cobijo bajo la tierra. Nos estableceríamos en ciudades subterráneas, comunicadas por estrechos túneles apenas iluminados. Con el tiempo, nos deshumanizaríamos, convirtiéndonos en una subespecie, como los morlocks descritos por Wells (más tarde por Claremont), y llegaríamos a olvidar el mundo de la superficie. O quizá pudiésemos encontrar una forma de florecer bajo el manto, extraer energía del núcleo de la tierra y llegar a un segundo renacimiento como especie. Navegaríamos por ríos de lava en vehículos aislados térmicamente, conoceríamos nuevas especies de animales, y extraños materiales ocultos hasta la fecha. Me paré y dirigí una mirada cargada de simpatía a aquel cielo azul que tan pronto abandonaríamos.

- ¿Vas a cruzar o voy a tener que pasarte por encima, pedazo de subnormal?

Me aparté para que pasara el camión y miré a mi alrededor. No conocía muy bien esa parte de la ciudad, y todas las calles me parecían iguales, pero aún así seguí andando. Cuando por fin llegué a una zona conocida, me llamó la atención algo de las escalas. Lejos de allí, en mi pueblo, andar la distancia que había recorrido, me hubiese servido para atravesarlo de lado a lado y un poco más. Y el solo pensamiento de cruzar mi pueblo a pata era algo que infundía cansancio. Sin embargo, en la gran ciudad, esas distancias eran minúsculas, y quizá por eso, yo andaba más rápido y me cansaba menos, o eso me parecía. También iba fijándome en la cantidad de restaurantes extraños que había a un lado y a otro de la calle. Uno filipino, no me llamaba la atención desde que había visto a un filipino en mi pueblo pescando anguilas en un río contaminado al que iba a parar el desagüe. Otro japonés, seguro que era muy caro y te cobraban una pasta por un cacho de pulpo crudo. Aunque tenía ganas de probar esas bolas de arroz rellenas tan majas. Un italiano, demasiado visto. Uno indio, vaya, qué cosas comerán los indios. Espero que sean más higiénicos que cuando van todos en tropel a lavarse la sobaquina en el Ganges, pensé parado frente a la puerta.

- ¡Quítate de en medio, gilipollas!

Me hice a un lado para que pasara el coche. En mi pueblo solo eran tan bordes con la gente de la gran ciudad, así que me sentía como un equilibrante kármico de todo el asunto, y asumí medianamente mi papel en el orden de las cosas. Era genial contribuir al funcionamiento correcto del universo, me dije.

Por fin llegué a la parada de autobús. Decidí no sentarme en el banco, a pesar de que estaba libre, por una extraña manía, pero que tiene su origen en un chiste malo. ¿Cuál era mi autobús?, me dije. Miré al panel informativo de la parada y aluciné con el montón de líneas distintas que pasaban por allí, nada menos que cinco. En mi pueblo hay tres líneas en total (que funcionaban de pena), y aquí había cinco solo para esa calle. Pero, ¿cual era la mía? ¿Qué dijo mi amigo el militar?

- El 166, bájate en la última,- me dijo desde algún lugar en mi memoria, en sus brazos sostenía a un gato con el pelo erizado que miraba con odio a su alrededor.

El 166, qué casualidad, apareció al momento, envuelto en una extraña bruma que no venía a cuento.

- Je. Se nos ha estropeado el tubo de escape,- me dijo el conductor al reparar en mi interrogante expresión. Tenía acento rumano, o eso me pareció.

El único asiento libre era uno que estaba justo de espaldas al conductor, y que me hacía sentir molestamente observado por el resto de pasaje del autobús, que miraba justo hacia delante. Además, tenían todos una mirada hostil y desagradable. La mejor forma de trascender la incomodidad fue sacar el libro de la mochila y ponerme a leer. También saqué el discman, ya puesto.
El libro era Ulises, de Joyce, y la música era The Brown Album, de Primus, y tomé nota mental de la extraña combinación.
El Ulises se estudia, no se lee, me habían dicho una vez, y desde luego, se me ocurrían mejores bandas sonoras para una sesión de estudio, pero en fin, había que dejar suelta a la bestia por una vez.
Dado que me era imposible concentrarme en el libro, sustituía su lectura con frecuentes miradas hacia el interior del autobús, que se iba vaciando paulatinamente mientras avanzábamos, y con la contemplación vaga de los bloques de edificios del exterior. De vez en cuando volvía la mirada al libro, y se me quedaba fija siempre en el mismo párrafo:

"El anillo de bahía y horizonte contenía una opaca masa verde de líquido. Junto al lecho de muerte de ella, un cuenco de porcelana blanca contenía la viscosa bilis verde que se había arrancado del podrido hígado en ataques de ruidosos vómitos gimientes."
Qué bonito, James.
Lo memoricé. Seguro que más tarde o más temprano acabaría siendo uno de tantos leitmotiv.
Cuando acabó el disco acabó el viaje. Se me había ido completamente la cabeza, pensé. Ni siquiera había pensado en todo el tiempo que había pasado desde que me subí, pero dado que el disco duraba cerca de una hora... ¿Tanto se tardaba? Mientras cavilaba, el conductor miró hacia atrás y me dijo que me largara, así que eso hice, como buen ciudadano, dando un ridículo saltito desde la puerta. Un pequeño paso para el hombre.
Justo entonces miré a mi alrededor y me di cuenta de que no estaba donde debería estar.

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Grimbergen Proudly Presents


Irene´s Optimo Bruno

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Ahora eres un hombre (1)

What makes a man?
Is it the power in his hands?
Or is it his quest for glory?


Para Irene (*****)

I

¿Qué podía hacer yo sino ir? La tarde se planteaba amenazante, sentado en aquel sofá en el que me hundía hasta casi tocarme el pecho con las rodillas, bajo la hostil mirada de aquel ser barbudo con un aspecto que recordaba vagamente y al mismo tiempo la figura de algún antiguo dios polinesio y/o la de un militar retirado, que se empeñaba en ametrallarme a preguntas. Y para colmo de males, la situación se veía aderezada con la presencia intimidante de un horrible e hinchado gato que en nada tenía que envidiar al de Poe.

-Bueno ¿Y cómo va lo del trabajo? ¿Te han llamado ya?,- me preguntó levantando un ojo enrojecido por encima de su libro: “Napoleon meets Montgomery” de un tal V. Lukhashev.

Buena pregunta, me dije. La respuesta lógica y correcta era un 'no', rotundo, directo, pero esa era justo la respuesta que menos apetecible me parecía, ya que me hacía sentir exactamente como un fracasado, por muy ajustado a la realidad que eso fuera. Decidí camuflar el asunto con alguna explicación al uso.

- Sí. Me han llamado, pero por lo visto no les quedan vacantes ahora, así que tendré que esperar un poco. Así mejor, me queda más tiempo para repasar un par de asignaturas.

- Ya, ¿y cuantas te habían quedado? ¿Seis?

- Siete,- dije, y solté una risita nerviosa que sonó a bufido, y de la que me arrepentí en el mismo instante en el que escapaba de mi boca. Aunque no fue para tanto, después de dedicarme un breve gesto, apenas perceptible, que interpreté como de desagrado, volvió a la lectura, como si yo no existiese. Noté como me hundía paulatinamente unos cuantos centímetros más en aquel sofá azul y al momento, un repulsivo sobeteo áspero me sobresaltó. Descubrí al cabrón del gato rozándose contra mi brazo y esbozando una mirada de inteligencia maligna. Alarmado, intenté separarlo de mí mediante una sutil presión de mi dedo sobre su costillar, pero el bastardo soltó un maullido lastimero. El militar abandonó su máscara de apatía a favor de un gesto de sorpresa y dejó su libro en la mesa.

- ¿Eh? ¿Qué ha pasado?

- Je, nada, el gato, que se me ha echado encima y lo he apartado un...,- empecé, aunque no terminé, porque cuando me quise dar cuenta, el militar ya tenía al gato en sus brazos.

-Chiquitín, bonito, ¿qué te ha pasado? ¿Te han hecho daño?,- me interrumpió el militar alzando al odioso felino en sus brazos, llenándole de besos y haciéndole carantoñas.

Sentí la necesidad de quitarme de en medio. Sin reparar en brusquedades, me escurrí del asiento y me fui a la habitación de *****, donde procedí a mirarme frente al espejo mientras me golpeaba iterativamente la cabeza con los puños. Cuando empecé a notar el dolor, lo dejé, y decidí que había llegado el momento de salir de casa.

-Bueno,- dije al volver al salón.- Me parece que voy a salir a que me de el aire un poco, y de paso me acerco a recoger a su hija al trabajo.

Juraría que cuando me miró hubo un destello de maldad en su mirada, pero no duró una milésima de segundo. Casi instantáneamente sus facciones se relajaron y me despidió con parquedad manifiesta. El gato estaba lanzándome bufidos desde su regazo.

-¿Sabes cual es tu autobús, no?- me preguntó, repentinamente, con excesiva amabilidad, cuando ya estaba abriendo la puerta.

- Pues...

Pareció pensárselo.

- El 166, bájate en la última,- dijo. Sentado en aquel sillón, con su rictus torcido, y acariciando al gato que yacía sobre su regazo, era la mismísima imagen de Mefistófeles.

- Muy bien, ¡hasta luego!,- dije cerrando. Entonces me pareció oír un siseo inquietante en el mismo límite de la audición… ¿qué sería?

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Amargo néctar ambarino ninonino

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sábado, marzo 05, 2005

Atalaya, en el campo y en la playa

Hállabame yo solapadamente inmerso en mi refocilante inactividad y en la supina calma neuronal cuando de pronto, un estallido de chirriante sonoridad vino a perturbar mi estado de abotargada semi-vigilia. Algún obcecado ente había pulsado con terca obstinación el timbre malsonante de mi hogar.
Calmoso y con la faz aún sin remojar, me dirigí hacia la puerta y atisbé curioso a través de la mirilla. Ví tan sólo sus dos sombras, no pude adivinar sus rostros a través del velado cristal, mas abrí la puerta, consciente de mi superioridad física y de mi atlética constitución, cosas verdaderamente útiles en el supuesto de abrir la casa a ladrones.
No eran ladrones, sino testigos de Jehová, que me saludaron con fruición y complacencia. Preguntáronme si estaba interesado en ojear sus manuscritos: Levantad! y Atalaya. Ya que, según me dijeron, el mundo estaba a dos condenados pasos de convertirse en un erial, mas la salvación era posible.
Intentaron convencerme con buenas palabras y con retórica gorgiana, con amigables gestos en sus pálidos rostros, y con sonrisas vacuas. Pero me mantuve anclado frente a ellos y les dediqué no una, sino varias miradas despreciativas.
Se fueron, con su secta, a otra parte. A convertir a algún desgraciado. Qué sé yo.
Mi dinero no es para ellos. Mi dinero lo gestiona el Sumo Pontifex, que a través de internet me convenció para que me rapara los glúteos y me embadurnara de miel las noches de luna nueva. Mis hermanos y yo estamos preparándonos para el viaje final a las estrellas. Cuando el cometa Dubidubi cruce por encima de nuestro meridiano, tomaremos el sabroso nectar que nos dió el Sumo Pontifex y volaremos astralmente. Llegaremos a un planeta desierto y lo repoblaremos junto a las virgenes y vestales hermanas de la orden.
Escupo en los testigos de Jehová. Ptfiú! Adoran al falso dios.

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