El blues del cruce de caminos
I went to the crossroad
fell down on my knees
I went to the crossroad
fell down on my knees
Asked the Lord above "Have mercy, now
save poor Bob, if you please"
Habia sido un invierno duro, y había sobrevivido a él tocando su destartalada y roída Gibson en aquellos sórdidos antros para negros, a orillas de cualquier camino polvoriento, y colándose de vez en cuando en algún vagón de un tren de mercancías si sentía que debía dar el salto a otro lugar.
fell down on my knees
I went to the crossroad
fell down on my knees
Asked the Lord above "Have mercy, now
save poor Bob, if you please"
Habia sido un invierno duro, y había sobrevivido a él tocando su destartalada y roída Gibson en aquellos sórdidos antros para negros, a orillas de cualquier camino polvoriento, y colándose de vez en cuando en algún vagón de un tren de mercancías si sentía que debía dar el salto a otro lugar.
Robert estaba demasiado acostumbrado a las tragedias de la vida, y aunque sabía que era imposible librarse de ellas, deseaba más que otra cosa en el mundo poder canalizarlas a través de esa madera castigada, de la misma forma que había escuchado hacerlo a gente como Charlie Patton o Son House. Soñaba en aquellos días con llegar a ser un buen bluesman pero en realidad no distaba mucho de ser mediocre. Así que caminaba, arrastrando los pies por unos de esos caminos sin asfaltar en medio de ningún lugar y dirigiéndose a quién sabe donde, con el sol a punto de ponerse. Cuando vio el cruce de caminos se dijo, qué diablos, descansaré un buen rato antes de continuar la marcha.
Se descolgó la guitarra del hombro y se sentó bajo un viejo roble, cuya alargada sombra cubría aquella encrucijada. Y empezó a tocar. Sus dedos martilleaban las cuerdas hábilmente sacando de las entrañas de aquella madera un sonido hipnótico y repetitivo. Las mejores canciones solían surgir de ese tipo de momentos solitarios.
Estuvo tocando el principio de una canción que llevaba meses intentado acabar. Quizá pasaron unos cinco minutos cuando algo le interrumpió.
- Qué te parece,- dijo alguien justo enfrente de Robert, a la vez que se interponía entre él y los últimos rayos de sol. – Un bluesman, justo aquí.
Robert miró hacia arriba y entrecerró los ojos para distinguir a su interlocutor a pesar de estar a contraluz. Era una figura alta, con sombrero y traje negro y, aunque no lo podía apreciar, Robert juró que sonreía.
- No señor, no me considero un bluesman,- contestó Robert mientras se levantaba, aún sujetando su guitarra por el mástil.- Al menos por el momento. Sólo soy un pobre chico negro que se intenta ganar la vida con su guitarra, ¿sabe?.
Una vez erguido pudo distinguir mejor a quien tenía delante. Era un hombre negro, parecía viejísimo, pero aquella sonrisa pícara le otorgaba una expresión casi juvenil. Vestía, como había percibido Robert, un traje oscuro, casi anacrónico, demasiado elegante para ese lugar, y un lazo negro anudado al cuello. El sombrero, de ala ancha, arrojaba una sombra sobre sus ojos que le daba un aspecto misterioso. Robert se había quedado asombrado ante la aparición de aquel hombre, al que no había oido llegar, pero hizo lo posible por no demostrarlo.
- Me llamo Robert Johnson,- dijo tendiendo la mano.
El extraño alargó la suya, forrada con un guante de seda blanco y se la estrechó, sin dejar de sonreir, pero no se presentó. Parecía estudiar la cara de Robert, clavando sus ojos intensamente. Al cabo de unos segundos, Robert, sin saber muy bien porqué, se obligó a apartar la mirada. El anciano soltó una carcajada.
- Así que te dedicas a ir por ahí con tu guitarra para subsistir, ¿verdad, muchacho? Parece una vida muy dura.
Robert volvió a levantar la vista y contestó, quizá con un deje de humildad en su voz.
- Así es, esa es mi vida. Intento llegar a ser alguien, grabar algo incluso.- Robert apretó su guitarra con fuerza-. Es complicado, pero pasar tocar blues hay que pasarlas canutas, y yo esa parte la tengo bien aprendida.
El anciano suspiró con satisfacción, y juntando sus manos tras su espalda, se giró lentamente hacia la franja de luz mortecina.
- ¿Qué darías por conseguir tu sueño, Robert?
- Cualquier cosa,- contestó con una sonrisa triste.
El anciano permaneció un breve instante quieto, mirando como el sol acababa de desaparecer tras el horizonte. Cuando se volvió, parecía como si el fragor del astro hubiese quedado impreso en sus ojos. Le dijo a Robert, con una voz cavernosa:
- Quizá te interese hacer un trato conmigo.
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Seis meses después, todo el mundo hablaba de lo mismo. Ese chico. Nadie se lo explicaba. No era el de siempre. Había desaparecido y había vuelto cambiado, y el sonido de su guitarra había cambiado con él. Su voz fantasmagórica llenaba donde quiera que sonara, y de las cuerdas de su guitarra surgían emociones que nadie habría podido expresar mejor. Estaba renovando el viejo blues, decían los viejos, le estaba dando la vuelta. Y sospechaban. Recordaban viejas historias oídas junto a los pucheros de sus abuelas, sobre algo que había venido junto a ellos, cruzando el océano en uno de aquellos barcos.
Surgió el rumor. El cruce de caminos. El trato. Vas a perder, Robert, no se sale bien de ese tipo de tratos. No con el Gran Tramposo.
Robert cosechaba éxito tras éxito, mientras se dedicaba a ignorar aquellos rumores. Algunos decían que lo hacía para aprovecharse de ese conveniente halo de misterio, que atraía a más gente a sus actuaciones. Grabó 29 temas en dos grabaciones, en las que tocó sentado de cara a una esquina, unos dicen que por timidez, otros que para mejorar la acústica. Los menos dicen que mantenía un diálogo con alguien que no estaba a la vista. Sólo dos fotos se conservan de él: en una, vestido elegantemente, sonríe a la cámara mientras coloca su mano marcando un acorde en su guitarra. La otra, también con su guitarra, y con un cigarro a punto de caérsele de la boca.
Ocho años después de la noche en la que hizo el trato, murió. Tenía veintisiete años. Robert cumplió su sueño. Se convirtió en una leyenda que continúa viva hasta nuestros días.
Se dice que un marido celoso envenenó su whisky, pero no es la única versión.
Todavía hoy se dice que si esperas en un cruce de caminos solitario a la caída del sol, el diablo aparece y te ofrece lo que más deseas a cambio de tu alma.