Lecturas (3): Te ví a cortá la cabesa, hijodeputah!
No hay nada más salvaje que meterse un kilo de centollos vivos rociados con ácido de batería en los calzoncillos. Posiblemente. Pero Charles Dickens, en Historia De Dos Ciudades es capaz de pintar en pocos trazos situaciones que poco o nada tendrían que envidiar a las sensaciones producidas por un atenazamiento de la genitalia. Me refiero a la Revolución Francesa. Un momento y una situación históricos, de absoluta liberación social, que se saldó con hectolitros de sangre, con accesos de barbarie colectiva y con la invención de un aparatito al que se llegó a amar con fervor platónico: madame guillotina.
En una ventana que abarca esta época, desde los últimos momentos en que la realeza francesa pisa aún los cuellos de sus súbditos con verdadero desprecio, hasta el inicio de la tormenta que barre del país y del mundo a mucha de esta gente (y a mucha gente que no tiene nada que ver también), es donde se ambienta esta historia. A caballo entre París y Londres, entre la miseria y el triunfo de los pobres, y la aparente paz y tranquilidad del país más “civilizado” del momento.
No hay nada como el trasfondo, me reitero. La trama, aunque tiene trazas de novela de aventuras (de hecho puede ser considerada así) ahora que ha pasado algún tiempo desde que terminé el libro, me deja la sensación de haber sido un poco ingenua incluso para la época en la que fue escrita. Los distintos capítulos parecen no tener que ver entre sí (al principio), para ir mezclándose poco a poco a medida que se va acercando el final, hasta acabar completamente entretejidos en una sola trama, pero aún así es posible prever hechos futuros desde muy pronto. Quizá Dickens escribiera de esta forma porque no le importaba que el lector fuera capaz de adelantarse a su trama, con tal de poder disfrutar más vividamente de las descripciones de los lugares, de la gente, de las condiciones de vida. Utiliza un lenguaje muy gráfico, que consigue que apartes los ojos del papel en determinados momentos, debido a la crudeza que retrata, o a la imaginación que despierta. Precisamente, fue el lenguaje utilizado en un extracto de la contraportada el más importante de los motivos que me impulsaron a leer este libro: “Las carretas de la muerte avanzan con estrépito, chirriantes y siniestras, por las calles de París. Seis son las que hoy acarrean su ración de vino a la guillotina”. Si hay alguien que no encuentre sugerente este párrafo, deberían forrarle el ano con pladur.
Como ya he dicho, las descripciones son geniales. Y no deja de sorprender que, aunque la historia termina arremolinándose en torno a dos personas, son éstas las que más difusas parecen, como si fueran espectadores de sí mismos, descritos casi de forma arquetípica. El resto del elenco está perfectamente definido, su forma de pensar, sus gestos, su personalidad. Son los secundarios los que dan verdadera vida y hacen avanzar la historia.
Este libro es cojonudo, no se me ocurre forma mejor de definirlo.