Las calles amanecieron desiertas y frías, bañadas por una fina capa de humedad y la claridad de metal azul del día que empezaba a despuntar. Ningún cláxon, ningún coche atascado, ningún sonido propio de un lunes por la mañana violaba la quietud imperante, sólo el viento silbaba al arrastrar algunas hojas de periódico arrugadas y manchadas de barro.
Un hocico afilado e irregular apareció, husmeando el aire, desde uno de los sumideros de agua en el borde de la acera y exhaló una minúscula nube de aliento. A continuación avanzó, seguido del cuerpo descomunal de la enorme rata gris a la que pertenecía. La rata se paró en mitad de la calle y miró a su alrededor. Ninguna amenaza. Con rapidez se dirigió hacia un extraño bulto que yacía sobre el empedrado y empezó a mordisquearlo sin tomar la precaución de arrastrarla hacia su madriguera, no corría ningún peligro. Como si hubiera captado una orden inaudible, otra rata salió del agujero y se fue correteando hacia otro pedazo de comida. Y otra, y otra más. Empezó como un goteo, que fue creciendo en intensidad, y en menos de un minuto había una riada de ratas rebosando hacia la calle por los agujeros del subsuelo, derramándose como una tromba de algún líquido pestilente, formando un suelo vivo y repugnante de seres que se pasaban por encima, se mordían y chillaban.
Había pasado un mes desde que estalló el virus en un laboratorio militar en las afueras. Poco tiempo después los infectados habían empezado a llegar en manadas a la ciudad, y con ellos la desesperación, el horror, la muerte. Nadie sabía que tipo de virus era el que lograba que los muertos caminaran sobre la tierra, y qué motivos tenían para atacar a la población, matarles y alimentarse de ellos. Nadie había tenido mucho tiempo para preguntarselo, y la única opción hasta el momento, era la huída. Cada día que pasaba, los vivos eran menos, y aquellos que caían pasaban a engrosar las filas de los muertos. Era una guerra perdida.
La ciudad estaba vacía de almas a las dos semanas. La mayoría de los muertos, como si poseyeran una mente colectiva, se dirigieron tambaleándose hacia otras ciudades, expandiéndose sobre el mapa como un cáncer. Los que se quedaron, se descomponían lentamente ante la falta de carne fresca, y terminaban devorándose entre sí. Al cabo de una semana más, sólo quedaban restos de carne muerta, trozos que aún se movían, ojos que seguían mirando, brazos que se arrastraban reptando por el suelo. Era el festín de las ratas, que se habían multiplicado de forma asombrosa. Eran las nuevas amas de la ciudad, glotonas y grotescas.
Sin embargo, en la ciudad todavía quedaba un habitante. Una zombie que tenía mucho ritmo y cantaba en inglés. Con el pelo alborotado y las medias de color. Una zombie ye yé.
Hu-Ha!
(Fin de Zombie Ye Ye 1º parte)
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