FE (Falange Española no, la otra fe)
La fe mueve montañas, eso dicen. El padre José subió y bajó unas cuantas antes de que la fe le encontrara, pero cuando lo hizo, se convirtió en el más devoto predicador de la Palabra, en el hombre más pío, en el pecador más humilde, y en la oveja más dócil.
Su capilla estaba precisamente en lo alto de una montaña, azotada por los vientos y al único abrigo de las nubes. Su congregación era pequeña, casi testimonial, pero fiel a todas las festividades. Llenaban la minúscula sala en dichos días, y el padre José les sermoneaba, les aconsejaba, les ayudaba como podía, y el rebaño estaba contento de tener un guía como él.No había nadie más viviendo en la capilla de la montaña. El padre José vivía de un pequeño huerto que cultivaba en un escalón soleado de la ladera, y a veces encargaba recados a algún parroquiano, porque él no se atrevía a bajar al pueblo y dejar la capilla sin nadie.
Porque en la capilla estaba Dios, y él no podía abandonarle.
Colgaba tras el altar. La talla tenía casi tamaño humano y era vieja, quizá dos siglos, pero conservaba la pintura, y el brillo de la madera pulida se había acentuado por los sobeteos de tantos años. Era Jesucristo en la cruz, con las muñecas y los tobillos claveteados y sangrantes, con la mirada casi perdida pero dotada de una descomunal fuerza, y la boca contraída en un rictus de pena. La corona de espino aparecía casi majestuosa apretada en torno a su cráneo, y las lagrimas de sangre se mostraban temblorosas, como recíen derramadas.
El padre José estaba enamorado de la imagen de Jesucristo. Para él no era simplemente la imagen, era la esencia de su Dios. Le hablaba, le besaba los pies, le limpiaba, rezaba frente a él, compartía pensamientos y dudas. Era el centro del universo, y se sentía horriblemente intranquilo si pensaba siquiera en separarse de aquel lugar solitario. A veces se sentía pesaroso, por sentir que no era suficiente su amor, que todavía podría crecer más en su corazón. Por desconocer la manera de demostrar toda su fidelidad y cariño, pero ¿cómo podía querer más a su Señor? ¿Acaso no había límite? ¿Habría llegado él al suyo tan pronto? No, era impensable.
Un día se despertó con un extraño brillo en los ojos. Con una determinación extraña pero imposible de vencer. El pecho le retumbaba de excitación, había tenido una revelación. Cogió sus herramientas y empezó a trabajar. Lo primero que hizo, con un cuidado y un cariño extremados, fue bajar a Jesucristo de la pared. Después vino lo más dificil, separarle de la cruz. Lo hizo con un millar de lágrimas brotándole de los ojos mientras movía la sierra con toda la precisión de la que era capaz. Luego lijó escrupulosamente la espalda de la talla para borrar cualquier signo de la anterior unión. Besó los hombros de la talla y la abrazó, abandonándose al aroma de la madera. Ahora solo restaba horadar la cavidad final.
Cuando al día siguiente, domingo, le encontraron los feligreses, estaba desnudo sobre el suelo de piedra. La talla, despojada de la cruz y con un horrendo agujero en la parte del trasero, estaba a su lado. Un reguero de semen y sangre les unía. El padre José había muerto de amor.
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